Nov 13, 2012

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(Cap. 10 ) Dios esta demorando su juicio / (Cap. 11) ¿Por qué debo seguir la corriente?

(Cap. 10 ) Dios esta demorando su juicio

Ten cuidado con los jactanciosos. Frecuentemente están ocultando algo. Uno de los grandes alardes de muchos cristia­nos evangélicos occidentales es su devoción por las Escrituras. Es difícil encontrar una iglesia que tarde o temprano no se jacte de “creer en la Biblia”. Cuando vine a los EE.UU. por primera vez, cometí el error de tomar esa descripción con el aparente valor que le otorgaban.

Pero llegué a la conclusión de que muchos cristianos evangé­licos no creen realmente en la Palabra de Dios, especialmente cuando habla sobre el infierno y el juicio. Sino que aceptan selectivamente solo las porciones que les permiten continuar viviendo con su estilo de vida actual.

Pensar en el infierno y en el juicio es doloroso. Entiendo por qué a los predicadores no les gusta hablar del tema, porque a mí tampoco me gusta. Es más fácil predicar sobre “Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu vida” o enfocarse en tantos aspectos agradables como “el pensamiento de la posibi­lidad” y la “palabra de fe” que traen salud, bienestar y felicidad. La gracia y el amor de Dios son temas agradables, y nadie los demostró de manera tan hermosa como nuestro Señor Jesús. Sin embargo, en Su ministerio terrenal, hizo más referencias al infierno y al juicio que al cielo. Jesús vivió la realidad del infierno, y murió en el Calvario porque sabía que era real y estaba viniendo sobre todos los que no se vuelven a Dios en esta vida.

Los creyentes están dispuestos a aceptar el concepto del cielo, pero miran hacia otro lugar cuando se encuentran con pasajes en la Biblia acerca del infierno. Unos pocos parecen creer que aquellos que mueren sin Cristo van a ir a un lugar donde serán atormentados para siempre en un hoyo sin fondo en donde el fuego no se apaga y estarán separados de Dios y de Su amor por toda la eternidad, sin tener la oportunidad de regresar.

Si supiéramos los horrores del juicio venidero que nos espera, si realmente creyéramos en lo que está viniendo, qué diferen­te viviríamos. ¿Por qué los cristianos no viven en obediencia a Dios? Debido a su incredulidad.

¿Por qué Eva cayó en pecado? Porque no creyó verdaderamen­te en el juicio, en que la muerte realmente vendría si comía lo que Dios le había prohibido. Esta es la misma razón por la que muchos continúan viviendo en pecado y desobediencia.

La Gran Depresión y recesiones recientes son solo una bofe­tada comparadas con la pobreza que hay por delante, sin contar los bombardeos, las enfermedades y las calamidades naturales. Pero ahora Dios está demorando el juicio para darnos tiempo para arrepentirnos.

Desafortunadamente para millones en el tercer mundo será demasiado tarde, a menos que podamos alcanzarlos antes de que caigan en la oscuridad eterna.

Por años luché en hacer de esto una realidad en nuestras re­uniones. Finalmente encontré la manera.

Les pido a mis oyentes que sostengan su muñeca y encuen­tren su pulso. Luego explico que cada latido que sienten repre­senta la muerte de alguien en Asia que ha fallecido y se ha ido al infierno eterno sin haber escuchado las Buenas Nuevas de Jesucristo ni una sola vez.

“¿Qué si uno de esos latidos fuera el de tu propia madre?”, pregunto. “Tu padre, tu esposa, tu hijo… o el tuyo?”

Los millones de asiáticos que están muriendo y se están yen­do al infierno son personas por las que Cristo murió. Decimos que creemos, pero ¿qué estamos haciendo para actuar en esa fe? Sin obras, la fe está muerta.

Nadie debería ir hoy al infierno sin escuchar sobre el Señor Jesús. Para mí esto es una atrocidad mucho peor que la muerte en los campos de la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin. Así como son horribles cada año 1.300.000 abortos en los Estados Unidos, la pérdida eterna de múltiples millones de almas, aque­lla es la tragedia más previsible en nuestros tiempos.

Si solamente un pequeño porcentaje de los 80 millones de personas que proclaman ser cristianos nacidos de nuevo en este país, los EE.UU., patrocinaran a un misionero nativo, podríamos tener literalmente cientos de miles de evangelistas alcanzando las aldeas perdidas de Asia. Cuando consideramos la Gran Co­misión inconclusa y la comparamos con nuestra vida personal o los calendarios de actividades de nuestras iglesias y organizacio­nes, ¿cómo podemos justificar nuestra desobediencia? Debemos ver un gran arrepentimiento del pecado de nuestra incredulidad sobre el juicio de Dios.

C.T. Studd, el famoso atleta británico y fundador de la cruza­da evangelística mundial, fue alguien que dejó todos sus logros de esta vida por amor a Cristo. Un artículo escrito por un atleta lo desafió a comprometerse. Ese artículo en parte decía:

Si creyera firmemente, como millones dicen creer, que el co­nocimiento y la práctica de la religión en esta vida influyen en el destino de la otra vida, la religión significaría todo para mí.
Dejaría a un lado los placeres terrenales como la escoria, las pre­ocupaciones terrenales como las insensateces, los pensamientos mundamos y los sentimientos como la vanidad. La religión sería mi primer pensamiento al despertarme y mi última imagen antes de que el sueño me haga perder la consciencia. Debería trabajar solo en su causa.
Solo pensaría en el día de mañana de la eternidad. Estimaría que ganar un alma para el cielo vale la pena el sufrimiento.
Las consecuencias terrenales nunca obstaculizarían mi mano, ni cerrarían mi boca. La tierra, sus placeres y sus tristezas no ocu­parían ni un minuto de mis pensamientos. Me esforzaría por considerar solamente la eternidad, y las almas inmortales a mi alrededor, que pronto serán eternamente dichosas o infelices.

Iría al mundo y le predicaría en temporada y fuera de tempo­rada, y mi mensaje sería:

“¿DE QUÉ LE SIRVE AL HOMBRE SI GANA AL MUNDO ENTERO Y PIERDE SU ALMA?”
Otra iniquidad que acosa a la iglesia occidental es la mundanalidad.
Una vez viajé 3.200 kilómetros en coche por el oeste de los Estados Unidos, y me propuse escuchar una radio cristiana du­rante todo el camino. Lo que escuché me reveló mucho sobre las motivaciones secretas que controlan a muchos cristianos. Algunos de los programas hubiesen sido divertidísimos si no fuera porque explotaban la credulidad, pregonando la salud, el bienestar y el éxito en nombre del cristianismo.
  • Algunos locutores ofrecían aceite bendito y amuletos de la suerte para aquellos que mandaban dinero y se los pedían.
  • Ciertos locutores ofrecían mantos de oración que ha­bían bendecido a creyentes con dinero desde $70.000 a $100.000, vehículos nuevos, casas y salud.
  • Un locutor dijo que mandaría por correo jabón santo que él había bendecido. Si lo usaban según sus instrucciones, lavaría la mala suerte, los amigos malvados y las enferme­dades. La promesa repetía tener “mucho dinero” y todo lo que el usuario quisiera.
Tales estafas hacen que sonriamos, pero el mismo paquete básico se vende con más sofisticación en todos los niveles en esta sociedad. ¡Las revistas cristianas, los programas de televi­sión y los cultos en las iglesias ponen en la mira a los atletas famosos, las bellas reinas, los empresarios y los políticos que “tienen éxito en el mundo y también tienen a Jesús”!

Hoy en día los valores cristianos están definidos casi por com­pleto por el éxito tal como se publicita en la avenida Madison, de Nueva York. Hasta muchos ministerios cristianos calculan su efectividad según los estándares de los títulos de postgrado en administración de empresas de la universidad Harvard.

Jesús dijo que el corazón está donde está el tesoro. Entonces, ¿qué podemos decir sobre tantos cristianos evangélicos? Creo que es un engaño endeudarse con autos, casas y muebles que probablemente no son necesarios y sacrificar a la familia, la igle­sia y la salud para ser ascendido en la corporación o la carrera, ingeniado por el dios de este mundo para atrapar y destruir a los cristianos efectivos y no permitirles compartir el evangelio con aquellos que lo necesitan.

“No améis al mundo”, dijo Juan en su primera epístola, “ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mun­do, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; Pero el que hace la voluntad de Dios perma­nece para siempre” (1 Juan 2:15-17).

El típico testimonio de los medios es más o menos así: “Yo estaba enfermo y en bancarrota, era un fracaso total. Entonces conocí a Jesús. Ahora todo está bien: mi negocio está creciendo, y soy exitoso”.

Suena genial. Sé un cristiano y obtén una casa más grande, un barco y vacaciones en Tierra Santa.

Pero si esa fuese la forma real de Dios para hacer las cosas, pondría a algunos creyentes a vivir en países anticristianos del tercer mundo en una plena oscuridad. Sus testimonios frecuen­temente son como este:

“Yo era feliz. Tenía todo: prestigio, reconocimiento, un buen empleo, una esposa e hijos felices. Entonces le di mi vida a Jesucristo. Ahora estoy en la cárcel, perdí a mi familia, mis bie­nes, mi reputación, mi empleo y mi salud.

“Vivo aquí solo, mis amigos me abandonaron. No puedo ver a mi esposa ni a mis queridos hijos. Mi crimen es que amo a Jesús”.

¿Qué hay de los héroes de la fe a través de los años? Los após­toles entregaron su vida por el Señor. Los mártires cristianos han escrito sus nombres en cada página de la historia.

En la ex Unión Soviética, Ivan Moiseyev fue torturado y ase­sinado a los dos años de conocer a Jesús. En China, Watchman Nee pasó 20 años en la cárcel y finalmente murió en cautiverio.

Cuando Sadhu Sundar Singh, que había nacido y crecido en un hogar rico de Sikh en Punjab, se convirtió, su propia familia trató de envenenarlo y expulsarlo de su propio hogar. Perdió su heredad y se fue con lo que traia puesto. Sin embargo, siguiendo al Maestro, logró millones de verdaderas riquezas a través de su fe en Cristo.

Los misioneros nativos apoyados por EPA frecuentemente sufren por su compromiso. Al venir de un ambiente no cristiano, con frecuencia los echan de sus hogares, pierden sus empleos y los golpean y persiguen por sus aldeas cuando aceptan a Cristo.

Sirven fielmente a Cristo cada día, sufriendo maltratos incal­culables porque Jesús les prometió a sus seguidores que “en el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mun­do” (Juan 16:33). Lo que Él prometió fueron sufrimientos y aflicción. Pero podemos hacerle frente porque sabemos que Él ya ha ganado la batalla. Dios sí nos promete suplir nuestras nece­sidades físicas. Y sí bendice a Sus hijos materialmente. Pero nos bendice con un propósito, no para que derrochemos nuestros recursos en nosotros mismos sino para que seamos buenos administradores, usando nuestros recursos con sabiduría para ganar a los que se pierden para la gracia salvadora de Dios.

La Escritura nos dice: “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17)
Como una vez dijo A.W. Trozer, un cristiano renombrado, autor y pastor asociado a las misiones:

No hay duda de que el aferrarse a las cosas es uno de los peores hábitos en la vida. Como es tan natural, raramente se reconoce que es malo. Pero su progreso es trágico. Esta antigua maldición no se irá sin causar dolor. Nuestro viejo hombre avaro no se ren­dirá ni morirá obediente a nuestro mandato. Debe ser arrancado, desarraigado de nuestro corazón como una planta de la tierra; y extraído como un diente de la mandíbula, ensangrentado y en agonía. Debe ser expulsado con violencia de nuestra alma tal como Cristo expulsó a los comerciantes del templo.
Muchos cristianos occidentales son los mandatarios jóvenes y ricos de nuestros días. Jesús les dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mateo 19:21).

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(Cap. 11) ¿Por qué debo seguir la corriente?

¿Por qué debo seguir la corriente?

Para fines de 1981, EPA parecía estar ganando aceptación. Gente de todas partes de los Estados Unidos y Canadá empezó a participar en el ministerio que capacita a misioneros nativos para evangelizar a sus propios países.

Mientras Gisela y el personal de nuestra oficina en Dallas tra­bajaban para asignar nuevos patrocinadores a los misioneros nativos, me sentí guiado por el Señor a planear una gira por 14 ciudades de Texas y conocer personalmente a los nuevos patro­cinadores. Llamé con antelación, me presenté y le agradecí a las personas por asumir el patrocinio de un misionero nativo.

La respuesta me dejó atónito. La mayoría de las personas ha­bía escuchado de mí en la radio y parecía esta entusiasmadísima con la idea de conocerme. En cada ciudad, alguien me ofrecía alojamiento y hacía planes para que hablara en pequeñas re­uniones hogareñas y en las iglesias. La gente se refería a mí de for­ma distinta, como el presidente y el director de una importante organización misionera. Lejos de estar contento, me sentía más aterrado que nunca, con miedo a fracasar o a ser rechazado.

Pero, con una gran cantidad de reuniones concertadas y la pu­blicidad en acción, se apoderó de mí un temor poco razonable.

Me sobrevino el desánimo y cuanto más se acercaba el día de mi partida, buscaba excusas para cancelar o posponer todo lo planeado.

“Mi familia y mi oficina me necesitan más”, argumentaba. “Además, voy a manejar solo. Es difícil y peligroso, debería esperar hasta que alguien pueda acompañarme”.

Justo cuando casi estaba convencido para irme, el Señor me habló con una voz inconfundible durante mi devocional de la mañana. Como en otras ocasiones, fue como si estuviese en la habitación conmigo.
“Mis ovejas escuchan mi voz”, dijo el Señor, usando sus pala­bras de Juan 10, “y la conocen y me siguen: mis ovejas me siguen porque conocen mi voz”.
No necesitaba interpretación; el mensaje era claro. Él había establecido este viaje. Lo había concertado y había abierto las puertas. Necesitaba verme como un pequeño corderito y seguir a mi Pastor por kilómetros. Él iría, delante de mí, a cada iglesia y hogar en el que me quedaría.

Terminaron siendo dos semanas celestiales. En cada ho­gar y cada iglesia, compartía un hermoso compañerismo con nuestros nuevos amigos, y como resultado sumamos a varios patrocinadores.
La iglesia en Victoria, Texas, fue una de mis últimas paradas, y el Señor me estaba esperando con una sorpresa. Pero primero tenía que prepararme.

Mientras manejaba de ciudad en ciudad, tenía tiempo para estar a solas con el Señor y que Él tratara conmigo varios asuntos que impactarían el futuro de la misión y mi propio andar con Él.

Uno de los asuntos trataba de unas de las decisiones de mayor alcance estratégico que jamás tomaría. Por años había sufrido mucho por lo que parecía ser un desequilibrio entre nuestra constante participación en el mantenimiento de instituciones cristianas, como hospitales y escuelas, y la proclamación del evangelio. Tanto en la India como en mis viajes por los países occidentales, constantemente surgía la preocupación con las tal llamadas actividades “ministeriales” que llevaban a cabo obreros cristianos, con dinero de las iglesias, pero que no se distinguían mucho como cristianas.

Muchos de los recursos de las misiones norteamericanas se usan para cosas que no están relacionadas con el objetivo princi­pal de la plantación de iglesias. Wagner, en su libro On the Crest of the Wave (En la cresta de la ola), dice: “He tenido delante de mí una lista nueva de vacantes en la agencia misionera que no las nombraré. De 50 categorías diferentes, solo dos se relacionan con el evangelismo, y ambas están enfocadas a la juventud. El resto de las categorías incluye, entre otros a agrónomos, maestros de música, enfermeros, mecánicos de automotores, secretarios, profesores de electrónica, y ecologistas”.

La preocupación social es un fruto natural del evangelio. Pero ponerlo en primer lugar es poner la carreta delante del caballo; y por experiencia, hemos visto que esto fracasó en la India por más de 200 años. Fue un intento de concentrarse exclusivamen­te en las necesidades sociales, obvias de la gente.

Sin embargo, cuando me di cuenta de que la naturaleza intrínseca del evangelio incluía la ayuda humanitaria al pobre, supe que la prioridad era compartirles el mensaje del evangelio. Suplir sus necesidades era una forma de compartir el amor de Cristo para que sean salvos eternamente.

No tomé ese camino porque sentí que otras entidades be­néficas cristianas y ministerios fraternales se equivocaban en mostrarles el amor de Cristo. No. Muchos estaban haciendo un trabajo asombroso. Pero sentí que la iglesia local debía ser el centro del alcance evangelístico, y necesitábamos recuperar el equilibrio.

No le comenté a nadie sobre mi decisión. Sabía que este tema iba a ser controversial, y temía que otros pensaran que yo estaba siendo prejuicioso, un reaccionario “militante” o un fanático. Solo quería ayudar al movimiento misionero nativo, y llegué a la conclusión de que argumentar con respecto a la estrategia de la misión sería contraproducente.

Luego vino Victoria, Texas.

Mi presentación salió bien. Mostré las diapositivas de EPA e hice una petición apasionada para nuestra obra. Expliqué la fi­losofía de nuestro ministerio, enseñando las razones bíblicas de por qué la gente de Asia se pierde a menos que los misioneros nativos se les acerque.

De repente, sentí que el Espíritu me movía a hablar sobre los peligros del evangelio humanista social. Me detuve un instan­te, y continué sin mencionarlo. Simplemente no tenía el valor. Podía hacerme de enemigos por todas partes. La gente pensaría que soy un tonto insensible, que quería estropear la obra cris­tiana y que ni siquiera me importaba el hambre, la desnudez, la necesidad y el sufrimiento. ¿Por qué debo seguir la corriente? Me las ingenié para terminar con la presentación, y sintiéndome aliviado, di lugar a las preguntas en la reunión.

Pero el Espíritu Santo no me lo iba dejar pasar.

Lejos, en el fondo del salón, un hombre alto, de más de un metro noventa de altura, se acercó caminando sin parar por el pasillo, viéndose cada vez más grande a medida que se me acer­caba. No sabía quién era o qué era lo que tenía para decir, pero instintivamente sentí que Dios lo había mandado. Cuando lle­gó hasta donde yo estaba, extendió su enorme brazo sobre mis hombros flacuchos y dijo cosas que todavía las oigo hoy: “Este hombre aquí, nuestro hermano, teme decir la verdad… y está luchando con eso”. Sentí que mi rostro y mi cuello ardían de culpa. ¿Cómo sabía eso este enorme tejano? La cuestión empeo­ró, y yo estaba por comprobar que el Espíritu del Dios viviente realmente estaba usando a este gigante de Texas para impartir una confirmación poderosa y para reprenderme.

“El Señor te ha guiado por caminos que otros no han caminado y te ha mostrado cosas que no han sido vistas”, siguió diciendo.
“Las alma de millones están en juego. Debes comunicar la ver­dad sobre la prioridad equivocada en el campo misionero. De­bes llamar al cuerpo de Cristo a retomar la tarea de predicar la salvación y arrebatar las almas del infierno”.

Me sentí inservible, sin embargo esta era, sin lugar a dudas, una profecía milagrosa inspirada por Dios, que confirmaba tan­to mi desobediencia como también el mismo mensaje que Dios me había dado para que predicara sin temor. Pero todavía no había terminado mi humillación ni mi liberación.

“El Señor me ha pedido que llamemos a los ancianos aquí para que oren por ti para que este miedo humano te deje”, dijo este hombre alto.

De repente me sentí menos que nada. Me habían presentado como un gran líder misionero. y ahora me sentía como un pequeño corderito. Quería defenderme. No sentía que me estaba controlando un espíritu de temor; sino simplemente que estaba actuando lógicamente para proteger los intereses de nuestra mi­sión. Pero de todas formas me sometí, sintiéndome un poco ridículo, mientras los ancianos me rodeaban para orar por la unción de poder sobre mi ministerio de predicación.

Algo pasó. Sentí que el poder de Dios me rodeó. Unos minu­tos después me levanté como un hombre diferente, libre de la esclavitud al miedo que me había atrapado. Todas las dudas se habían ido: Dios había puesto una carga en mi vida para impar­tir este mensaje.

Desde aquel día he insistido en recuperar el evangelio genui­no de Jesús, que equilibra el mensaje del Nuevo Testamento, un mensaje que no comienza con las necesidades carnales de la gente, sino con el plan y la sabiduría de Dios, una conversión, “un nacer de nuevo” que lleva a la rectitud, la santificación y la redención. Cualquier “misión” que provenga de “las cosas bá­sicas del mundo” es una traición a Cristo y es lo que la Biblia llama “el otro evangelio”. No puede salvar ni redimir a la gente ni como individuos ni como sociedad. Predicamos el evangelio, no solo para los años que quedan, sino para la eternidad.

El único problema con las verdades a medias es que contienen puras mentiras. Tal es el caso de esta declaración tratada en la conferencia de Jerusalén en 1928 del Consejo Misionero Interna­cional: “Nuestros padres fueron impresionados con el horror de que el hombre moriría sin Cristo; y nosotros fuimos impresiona­dos igualmente con el horror de que debíamos vivir sin Cristo”.
De tal retórica, usualmente pronunciada con pasión por un número creciente de humanistas sinceros en nuestras iglesias, provienen miles de programas sociales seculares. Esos esfuerzos arrebatan la salvación y la verdadera redención de los pobres, condenándolos a la eternidad en el infierno.

Por supuesto, hay una verdad básica en esta declaración. Vivir esta vida sin Cristo es existir en un horrible vacío, que no ofrece esperanza ni sentido. Pero la mentira humanista inteligente pone el énfasis en el bienestar de la vida de la persona en el presente.

Lo que unos pocos se dan cuenta es que esta enseñanza se originó por la influencia de los humanitas del siglo XIX, los mismos hombres que nos trasmitieron el ateísmo moderno, el comunismo y todas las demás filosofías modernas que niegan la soberanía de Dios en los asuntos del hombre. Como la Biblia dice, son los “anticristos”.

El hombre moderno inconscientemente pone en alto los idea­les humanísticos de felicidad, libertad y de progreso económi­co, cultural y social para toda la humanidad. Esta visión secular dice que no hay Dios, ni cielo ni infierno; solamente existe una oportunidad en la vida, así que debe hacerse lo que produzca más felicidad. También enseña que “como todos los hombres son hermanos”, deberíamos trabajar en aquello que contribuya al bienestar de todos los hombres.

Esta enseñanza, tan atractiva a simple vista, ha entrado en nuestras iglesias de muchas maneras, creando a un hombre cen­trado en sí mismo y a un evangelio hecho por hombres basado en cambiar la parte exterior y el estatus social del hombre su­pliendo sus necesidades materiales. El costo es su alma eterna.

El tan llamado evangelio humanista, que en realidad no tiene nada que ver con las “buenas nuevas”, posee muchos nombres. Algunos argumentan en términos bíblicos familiares y teológicos; otros lo llaman el “evangelio social” o el “evangelio integral”, pero el rótulo no es importante.

Usted puede llamarlo el evangelio humanista porque no ad­mite que el problema básico de la humanidad no es lo material, sino lo espiritual. Los humanistas no le dirán que el pecado es la raíz de todos los sufrimientos humanos. El énfasis más reciente del movimiento empieza argumentando que deberíamos fun­cionar como una misión de alcance que provee “cuidado inte­gral para el hombre”, pero termina proveyendo ayuda solamente para el cuerpo y el alma, e ignorando al espíritu.

Debido a esta enseñanza, muchas iglesias y sociedades misio­neras ahora están desviando los limitados fondos y el personal dedicado al evangelismo hacia algo vagamente llamado “de im­portancia social”. Hoy en día la mayor parte de los misioneros cristianos se encuentra principalmente involucrada en alimentar al hambriento, cuidar al enfermo en los hospitales, albergar a los indigentes o cualquier otra clase de asistencia y labor. En ca­sos extremos, entre quienes no son evangélicos, lo lógico es or­ganizar guerrillas, poner bombas terroristas u otras actividades menos extremas como patrocinar clases de danzas y ejercicios aeróbicos. Todo esto se hace en nombre de Jesús y supuestamen­te según Su mandamiento de ir por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura. La misión de la iglesia, según la de­finen estos humanistas, puede ser cualquier cosa, menos ganar gente para Cristo y discipularlos.

La historia ya nos ha enseñado que este evangelio, sin la sangre de Cristo, sin conversión y sin la cruz, es un fracaso total.

En la India y en China hemos tenido siete generaciones de esta enseñanza, traída por los misioneros británicos de una manera un tanto diferente a mediados del siglo XIX. Mi pueblo ha visto a los hospitales y las escuelas inglesas ir y venir sin un efecto notable en nuestras iglesias ni en nuestra sociedad.

Watchman Nee, un antiguo misionero nativo chino, hizo hin­capié en este problema en una serie de conferencias dadas en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Lea algunos de sus comentarios de tales esfuerzos, escritos en el libro Love Not the World (No ame al mundo):

Cuando las cosas materiales están bajo el control espiritual tienen su adecuado papel inferior. Libre de esa restricción ma­nifiestan muy rápidamente el poder que hay detrás. La ley de la naturaleza se afirma, y su carácter mundano se prueba con el rumbo que toma.
El despliegue del empuje misionero en nuestra era presente nos da una oportunidad para evaluar este principio en las institu­ciones religiosas de nuestros días en nuestra tierra. Hace más de un siglo la iglesia se estableció en las escuelas y los hospitales de China con un tono firmemente espiritual y un objetivo evange- lístico. En esos días no se le daba importancia a los edificios, por­que había un gran énfasis en el papel que las instituciones tenían en la proclamación del evangelio. Hace diez o quince años uno podía ir al mismo territorio y encontrar en muchos lugares ins­tituciones más grandes y mejores en esos sitios originales, pero comparados con los años anteriores, muchos menos converti­dos. Hoy muchas de esas espléndidas escuelas y universidades se han convertido en centros meramente educativos, sin ninguna motivación evangelística, y lo mismo sucede con muchos hos­pitales, que existen exclusivamente para brindar una sanidad fí­sica pero no espiritual. Estos hombres que caminaban con Dios habían iniciado y sostenido a esas instituciones firmemente en Su propósito; pero cuando fallecieron, las instituciones mismas rápidamente gravitaron hacia estándares y objetivos mundanos, y al hacer eso se clasificaron a sí mismas como “cosas del mun­do”. No debería sorprendemos que esto sea así.

Nee continúa ampliando el tema, esta vez dirigiéndose al pro­blema de los esfuerzos de emergencia para los damnificados:

En los primeros capítulos de los Hechos leemos cómo surgió una fatalidad que llevó a la iglesia a organizarse para ayudar a los santos más pobres. La ayuda inminente de brindar este servicio social fue claramente bendecida por Dios, pero fue temporal. Podemos exclamar: “¿Cuán bueno habría sido si continuara?” Solamente alguien que no conoce a Dios diría eso. Si aquellas medidas asistenciales se prolongaban de manera indefinida, seguramente se habrían desviado en la dirección del mundo, una vez que la influencia espiritual que funcionó en un comienzo fuera quitada. Es inevitable debido a que hay una gran diferencia. Por un lado, el edificio de la iglesia de Dios, y por el otro lado los valores sociales y las obras derivadas de la caridad que son des­echadas, de tanto en tanto, a través de la fe y de la visión de sus miembros. El último, debido a su origen en la visión espiritual, tiene en sí mismo un poder de supervivencia independiente que la iglesia de Dios no tiene. Son obras que la fe de los hijos de Dios pueden iniciar y promover, pero que una vez que el camino ha sido mostrado y los estándares profesionales han sido estable­cidos, pueden ser fácilmente sostenidos e imitados por hombres del mundo que no tengan nada que ver con esa fe.

La iglesia de Dios, déjeme repetirlo, nunca deja de ser depen­diente de la vida de Dios para mantenerse.

El problema con el evangelio social, aunque está disfraza­do con atuendos religiosos y opera en instituciones cristianas, es que busca luchar contra lo que básicamente es una guerra espiritual con armas carnales.

Nuestra batalla no es contra carne ni sangre ni contra sínto­mas de pecado como la pobreza y la enfermedad. Es contra Lu­cifer y un sinfín de demonios que luchan día y noche para llevar a las almas a la eternidad sin Cristo.

Por más que queramos ver a cientos de miles misioneros nuevos yendo a todos los lugares oscuros, si ellos no saben para qué están allí, el resultado puede ser fatal. Debemos mandar soldados a la batalla con las armas correctas y conociendo las tácticas del enemigo.

Si intentamos responder al mayor problema del hombre—su separación del Dios eterno—con donaciones de arroz, entonces le estamos tirando una tabla al hombre que se ahoga en vez de ayudarlo a salir del agua.

Una batalla espiritual peleada con armas espirituales produ­cirá victorias eternas. Es por esto que insistimos en restaurar el equilibrio correcto para la extensión del evangelio. El énfasis debe ser primero y siempre en el evangelismo y el discipulado.
Continúa…
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