Sep 20, 2011

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“LO QUE DIOS HACE TIENE SENTIDO AUN CUANDO NO LO TENGA PARA NOSOTROS‏”, DR. JAMES DOBSON, PARTE 3

 

LO QUE DIOS HACE TIENE SENTIDO AUN CUANDO NO LO TENGA PARA NOSOTROS


Por muchos años he estado pensando en esas ocasiones cuando lo que Dios hace no tiene sentido. Estaba acercándome al final de la adolescencia cuando de súbito el primer “pavoroso por qué” hizo su aparición en mi mente. No recuerdo hoy qué fue lo que provocó ese pensamiento agobiante, pero sabía que me encontraba en una situación para la cual necesitaba más fortaleza de la que yo tenía. Ahora he podido disponer de un poco más de tiempo (bueno, tal vez más que un poco), para estudiar la Palabra y ordenar mis puntos de vista. Han pasado cincuenta y tres años desde que le entregué mi corazón a Jesucristo, a la edad de tres años.

 

Aún estoy dedicado a servir a mi Señor con todas las fuerzas de mí ser, y esta convicción es más fuerte y profunda hoy de lo que jamás ha sido. Además, el transcurso del tiempo y los consejos de algunos eruditos de la Biblia me han ayudado a aceptar lo que creo que es el concepto correcto acerca de esos períodos cuando la fe es fuertemente puesta a prueba.

Creo que he obtenido una mejor idea de quién es Dios y cómo trata con nosotros, especialmente en cuatro esferas de actividad específicas.

Dios está presente e involucrado en nuestras vidas

Aunque parezca que no nos oye o que nos ha abandonado. Cuando era niño, escuché un programa de misterio en la radio que cautivó mi imaginación. Era la historia de un hombre que había sido condenado a estar incomunicado en una celda oscura como boca de lobo. Lo único que tenía para mantener ocupada su mente, era una canica, que tiraba repetidamente contra las paredes.

 

Se pasaba las horas oyendo el ruido que hacía al rebotar y rodar por toda la celda. Luego la buscaba a tientas en la oscuridad hasta que la encontraba.

 

Entonces, un día, el prisionero tiró su valiosa canica hacia arriba, pero ésta nunca cayó al suelo. Sólo reinó el silencio en la oscuridad. Se sintió tan angustiado por la “desaparición” de la canica y por no poder explicar qué era lo que había ocurrido, que se volvió loco, y se puso a arrancarse el pelo hasta que finalmente murió.

 

Cuando los oficiales de la cárcel entraron en la celda para sacar su cuerpo, uno de los guardias vio que había algo atrapado en una enorme telaraña que estaba en la parte de arriba de uno de los rincones de la celda. “Qué raro”, pensó. ¿Cómo habrá ido a dar allá arriba esa canica?”

 

Como la historia de este frenético prisionero ilustra, a veces la percepción del ser humano plantea preguntas que la mente no puede contestar. Pero siempre existen respuestas lógicas. Sencillamente, tiene sentido que aquellos de nosotros que somos seguidores de Cristo no dependamos demasiado de nuestra habilidad para armar el rompecabezas, ¡especialmente cuando tratamos de comprender al Omnipotente!

 

No sólo la percepción humana es muy imprecisa y deficiente, sino que aun podemos confiar menos en nuestras emociones. Tienen la consistencia y la confiabilidad de la masilla. Hace algunos años, escribí un libro titulado: Emociones: ¿puede usted confiar en ellas?, en el cual utilicé casi doscientas páginas para responder mi propia pregunta negativamente. No, no podemos confiar en nuestros sentimientos y pasiones para dejarles gobernar nuestras vidas o evaluar el mundo que nos rodea.

 

Las emociones son indignas de confianza, parciales y caprichosas. Mienten con tanta frecuencia como con la que dicen la verdad. Son influenciadas por las hormonas, especialmente durante la adolescencia, y varían dramáticamente desde la mañana, cuando estamos tranquilos, hasta la noche, cuando nos sentimos cansados.

 

Una de las evidencias de la madurez emocional es la habilidad. (Y la disposición) para desechar los sentimientos circunstanciales, y gobernar nuestro comportamiento con el intelecto y la voluntad. ¿Era necesario utilizar casi doscientas páginas para decir eso?) Si en el mejor de los casos debemos desconfiar de nuestra percepción y de las emociones, entonces tenemos que ser muy cautelosos en cuanto a aceptar lo que ellas nos dicen de Dios. Lamentablemente, muchos creyentes parecen no darse cuenta de la existencia de esta fuente de confusión y desilusión.

 

Es típico de las personas vulnerables el aceptar firmemente lo que “sienten” acerca de Dios. Pero lo que sienten pudiera ser solamente el reflejo de un estado de ánimo momentáneo. Además, la mente, el cuerpo y el espíritu son vecinos muy cercanos. Suelen afectarse mutuamente con mucha facilidad.

 

Por ejemplo, si una persona está deprimida, eso no solamente afecta su bienestar físico y emocional, sino que también padece su vida espiritual. La persona puede llegar a hacer la siguiente conclusión: “Dios no me ama. Simplemente, no creo que cuento con su aprobación”.

 

Igualmente, lo primero que es muy probable que alguien diga cuando el médico le diagnostica una enfermedad grave, es: “¿Por qué Dios me ha hecho esto?” Estos tres elementos que componen nuestro ser están inseparablemente unidos y debilitan la objetividad de nuestra percepción.

Este concepto se vuelve sumamente importante cuando se trata de evaluar nuestra relación con Dios. Aunque parezca qué está a mil kilómetros de nosotros y que no tiene ningún interés en lo que nos ocurre, él está lo suficientemente cerca como para tocarnos. Un maravilloso ejemplo de su presencia inadvertida se describe en los versículos 13 y 14 del capítulo 24 de Lucas cuando dos de los discípulos de Jesús iban caminando hacía una aldea llamada Emaús, que estaba a unos once kilómetros de Jerusalén. Tres días antes, ellos habían visto cómo su Maestro había sufrido una muerte horrible, clavado en una cruz, y estaban muy deprimidos.

 

Todas sus esperanzas habían muerto también en aquella cruz. Todas las cosas dramáticas que Jesús había dicho y hecho, ahora parecían ser falsas. Había hablado con tal autoridad, pero ahora, estaba muerto y sepultado en una tumba prestada. El había dicho ser el Hijo de Dios, sin embargo, le habían escuchado decir en sus últimas horas: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46)Los discípulos no podían haber estado más confundidos. ¿Cuál era el significado del tiempo que habían pasado con aquel Hombre que había dicho ser el Mesías? De lo que no se habían dado cuenta era que, en ese mismo momento, Jesús estaba caminando junto con ellos por aquel camino polvoriento, y que estaban a punto de oír las noticias más maravillosas que jamás alguien había oído. Noticias que revolucionarían sus vidas, y virarían el resto del mundo al revés. No obstante, en ese momento todo lo que ellos vieron fueron hechos que no podían armonizar. Ellos tenían, según mi entender, un problema de percepción.

 

En mi trabajo ayudando a familias cristianas que están en crisis, me doy cuenta de que las mismas están luchando de maneras muy parecidas a como lo hicieron los discípulos. A medida que caminan penosamente, absortos, no hay ninguna evidencia de que Jesús está cerca de ellos. Debido a que no “sienten” su presencia, no pueden creer que él se interesa en ellos. Como los hechos no tienen sentido, están convencidos de que no existe ninguna explicación razonable. Sus oraciones no producen ningún alivio inmediato, así que suponen que Dios no las oye. Pero están equivocados. Tengo el firme convencimiento de que en esos casos las personas confían demasiado en lo que sienten, y muy poco en las promesas de Dios, quien dijo que él suplirá todas nuestras necesidades “conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19).

 

Si hoy usted se encuentra yendo por ese polvoriento camino hacia Emaús, y las circunstancias en su vida le han dejado confundido y deprimido, tengo un consejo para usted. Nunca se imagine que el silencio de Dios, o su aparente inactividad, es evidencia de su falta de interés. Permítame decido otra vez. ¡Los sentimientos acerca de su inaccesibilidad no quieren decir nada! ¡Nada en absoluto! Su Palabra es infinitamente más digna de confianza que nuestras horripilantes emociones.

 

El reverendo Reubin Welch, ministro y autor, dijo en una ocasión: “Con Dios, aun cuando nada está ocurriendo, algo está ocurriendo”. Esto es cierto. El Señor siempre está obrando en su manera especial, incluso cuando nuestras oraciones parecen resonar en un universo vacío. No ponga su fundamento sobre las emociones efímeras, sino sobre la autoridad de la Palabra de Dios. El ha prometido no abandonarnos nunca (Mateo 28:20). El dijo: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20).

 

El es un amigo “más unido que un hermano” (Proverbios 18:24). Se nos asegura que “los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos atentos a sus oraciones” (1 Pedro 3:12) David dijo: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Ya dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Se01 hiciere mi estrado, he- aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (Salmo 139:7-10). Estas promesas y proclamaciones permanecen siendo verdaderas aunque no tengamos sentimientos espirituales.

 

¡Agárrese firmemente de esa verdad! Porque, como dijo Kierkegaard: “La fe es aferrarse de lo incierto con una convicción apasionada”.

 

El tiempo en que Dios actúa es perfecto, aun cuando parezca estar desastrosamente atrasado.

Uno de los mayores destructores de la fe, es el tiempo de actuar que no está de acuerdo con nuestras ideas preconcebidas. Vivimos en un mundo de ritmo acelerado, en el cual hemos llegado a esperar respuestas instantáneas a cada deseo y necesidad. Hay café instantáneo, papas instantáneas, dinero instantáneo de las máquinas de los bancos. Alivio instantáneo para los músculos doloridos y los pequeños dolores de cabeza.

 

Es casi nuestro patrimonio hacer que el mundo se apresure en servir nuestras exigencias. Pero Dios no obra de esa manera. El jamás está apurado. Ya veces, él puede ser angustiosamente lento para resolver los problemas sobre los cuales llamamos su atención. Eso es casi suficiente para hacer que un creyente impaciente se dé por vencido y trate de buscar la ayuda de algún otro.

 

Sin embargo, antes de perder la esperanza, debiéramos dar una mirada a la historia de María, Marta y su hermano Lázaro, según se nos relata en el capítulo 11 del libro de Juan. Los miembros de esta pequeña familia se encontraban entre los amigos más íntimos de Jesús durante el tiempo de su ministerio terrenal. En el versículo 5 dice: “Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Era razonable, teniendo en cuenta este amor, que ellos esperaran ciertos favores de parte de Jesús, especialmente si en alguna ocasión la vida de alguno de ellos estaba en peligro. En realidad, muy pronto se vieron enfrentándose, precisamente, a esa clase de situación cuando Lázaro se enfermó gravemente. Sus hermanas hicieron lo que era lógico: le enviaron una nota urgente a Jesús, en la cual le decían: “Señor, he aquí el que amas está enfermo”. Ellas tenían toda clase de razones para creer que Dios respondería.

 

María y Marta esperaron, observando el camino por el cual debía aparecer Jesús, pero él no llegó. Las horas se convirtieron en días, sin que hubiera ninguna señal de la llegada del Maestro. Mientras tanto, Lázaro estaba cada vez más grave. No había ninguna duda de que estaba a punto de morir. Pero, ¿dónde estaría Jesús? ¿Habría recibido el mensaje? ¿No sabía él cuán grave era la enfermedad? ¿No le importaba? Mientras sus hermanas estaban sentadas vigilantemente junto a la cama de Lázaro, de pronto éste cerró sus ojos bajo el poder de la muerte.

 

Las hermanas estaban muy afligidas. También deben de haberse sentido sumamente frustradas con Jesús. El estaba en algún lugar realizando milagros en personas que eran totalmente desconocidas: devolviéndoles la vista a los ciegos y sanando a los cojos. Sin embargo, tanto su hermano como ellas necesitaban urgentemente su ayuda, y él estaba demasiado ocupado para venir. Puedo imaginarme a María y a Marta diciendo una a la otra, muy calladamente: “No entiendo esto. Yo creía que él nos amaba. ¿Por qué nos habrá abandonado así?” Envolvieron el cuerpo de Lázaro en una mortaja y llevaron a cabo un pequeño y triste funeral. Jesús no estaba allí. Luego se despidieron de su hermano y amorosamente colocaron su cuerpo en una tumba. María y Marta amaban a Jesús con todo el corazón, pero habría sido razonable que las dos hubieran estado enojadas cuando cuatro días después él apareció.

 

Pudieran haberse sentido tentadas a decirle: “¿Dónde has estado? Tratamos de decirte que tu amigo estaba muriéndose, pero no pudimos lograr que nos prestaras atención. Bueno, has llegado demasiado tarde. Hubieras podido salvarle, pero por lo visto había cosas más importantes en tu mente”. Pero, desde luego, las palabras de María fueron mucho más respetuosas. Le dijo: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (luan 11:21). Estaba llorando mientras hablaba, y el Señor “se estremeció en espíritu y se conmovió” (v. 33).

 

Entonces, Jesús realizó uno de sus milagros más dramáticos, llamando a Lázaro para que saliera de la tumba. Como podemos ver, el Maestro no estaba realmente atrasado. Sólo parecía estarlo. Llegó en el momento preciso, que era necesario para cumplir con los propósitos de Dios, tal y como siempre lo hace. No es mi intención el ser irrespetuoso, pero lo que sucedió allí, en Betania, es característico de la vida cristiana. ¿No se ha dado cuenta usted de que Jesús suele aparecer unos cuatro días tarde? A menudo, llega después que hemos llorado, nos hemos preocupado y hemos ido de un lado a otro, luego que hemos pasado por la terrible experiencia de recibir los resultados negativos de un examen médico, o de inquietarnos por distintos contratiempos en los negocios. Si él hubiera llegado a tiempo, habríamos podido evitar mucho del estrés que experimentamos en su ausencia. Sin embargo, es muy importante que nos demos cuenta de que realmente él nunca llega tarde. Sencillamente, el horario en que él actúa es diferente del nuestro. ¡Y suele ser más lento! Permítame dar un ejemplo, de mi propia experiencia, que aclare este concepto. En 1985, Edwin Meese, Procurador General de los Estados Unidos, me pidió que sirviera en su Comité sobre la Pornografía. Esa fue la tarea más difícil y desagradable que se me ha encomendado en mi vida. Durante dieciocho meses, los otros diez miembros y yo, estuvimos encargados de una responsabilidad ingrata y repugnante. Viajamos mucho, y examinamos las revistas, los libros, las películas y los videos más horribles del mundo entero. Como los Estados Unidos es la principal fuente mundial de obscenidad, estuvimos sumergidos en esa suciedad durante lo que nos pareció ser una eternidad.

 

Además, los productores de pornografía y los vendedores de materiales obscenos no nos perdían pie ni pisada, como si hubieran sido una manada de lobos siguiendo a un rebaño de renos. Hicieron todo lo que pudieron para intimidarnos y humillarnos. Recuerdo estar sentado en las audiencias públicas, día tras día, con varias cámaras dirigidas a mi rostro. Por horas, podía ver mi imagen invertida reflejada en sus lentes, lo cual hace que uno tienda a sentirse cohibido. Los fotógrafos estaban esperando que yo hiciera algo vergonzoso, tal como poner una cara rara o colocar mi dedo cerca de la nariz. Un día, cuando me levanté a la hora del almuerzo para ir a comer, al darme vuelta me enfrenté con un fotógrafo que no dejaba de tomarme fotos con su cámara, a sólo unos centímetros de mi cara. Siempre había micrófonos sobre la mesa cerca de mí para grabar cada palabra que yo susurrara o cada declaración que hiciera.

 

El siguiente mes, hicieron una parodia de mis comentarios en varias publicaciones pornográficas. En la revista Hustler sobrepusieron mi foto en el trasero de un burro, confiriéndome el título de Imbécil del Mes. El procurador general nunca dijo que la tarea sería fácil. Esos esfuerzos por humillarme sólo fueron una molestia momentánea. Más tarde, cañones más grandes serían traídos al frente de batalla, y serían disparados muy pronto. Un pleito por treinta millones de dólares fue presentado por tres organizaciones: Playboy, Penthouse, y la American Magazine Association [Asociación Americana de Revistas], poco después que hicimos nuestro último informe. En él se nombraban, como demandados, a cada miembro del Comité, a su director ejecutivo (Alan Sears) ya Edwin Meese, procurador general de los Estados Unidos. La demanda consistía de unas cuantas acusaciones fantásticas, que nuestros abogados dijeron que no llegarían a ningún lado.

 

Los abogados del Departamento de Justicia nos dijeron que no nos preocupáramos, que el caso sería rechazado por los tribunales en poco tiempo. Pero estaban equivocados. El asunto fue asignado al Juez John Garrett Penn, quien es uno de los jueces más liberales en la parte noreste de los Estados Unidos. Parece mentira que él retuvo ese ridículo caso en su escritorio por más de dos años antes de fallar en una moción para llevar a cabo un juicio sumario. Finalmente, falló a nuestro favor.

 

Inmediatamente, los litigantes apelaron, y tuvimos que quedar otro año a la expectativa. Volvimos a ganar, y nuestra victoria fue seguida por otra apelación. Durante siete años la amenaza de este pleito se cernió sobre nosotros, a medida que se abría camino a través del sistema legal. Finalmente, llegó hasta la Corte Suprema, principios del año 1992, lo cual, gracias a Dios, puso fin a esa terrible experiencia. ¡Esa fue la manera en que once ciudadanos fueron recompensados por servir a su país, a petición de éste, sin ninguna remuneración! Volviendo a nuestro tema, diré que Shirley y yo oramos por este pleito desde que fue presentado ante los tribunales en 1986.

 

Durante ese tiempo yo tenía responsabilidades muy grandes en Focus on the Family [Enfoque a la Familia], y por seguro no necesitaba esa distracción. Pedimos que la “copa” pasara de nosotros, pero no hubo una respuesta inmediata del Señor. Así que, se le permitió a todo el proceso que siguiera su curso normal, lo cual produjo un agotamiento inevitable de mis recursos físicos y emocionales. Seis años después, Jesús “apareció” y todo el asunto fue resuelto.

 

Pero ¿por qué, me pregunté, llegó él “cuatro días tarde”? ¿Se ganó algo con la demora del caso en los tribunales? Estoy seguro de que sí, porque sé que cada oración es contestada, ya sea positiva o negativamente. También creo literalmente, que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Sin embargo, no puedo explicar o entender por qué tuve que pasar por seis años de tiempo y de energías desperdiciados para poder resolver ese irritante problema. Pero la realidad es que eso no importa, ¿verdad? No necesito saber por qué el Señor permitió que ese pleito continuara.

 

Con tal de que yo sepa que él me ama y que nunca comete un error, ¿por qué no vaya sentirme contento de descansar en su protección?

 

Como resultado de mi estudio de la Biblia y también de experiencias personales parecidas a la que acabo de describir, he llegado a la conclusión de que la manera en que Dios utiliza el tiempo y la energía es muy diferente de la nuestra. La mayoría de los que vivimos en las naciones occidentales nos sentimos motivados a utilizar cada minuto de nuestra existencia con algún propósito beneficioso. Pero, a veces, el Señor permite que nuestros años sean “desperdiciados”, o eso es lo que parecerá, sin ni siquiera dar una mirada atrás. Por ejemplo, es difícil de comprender por qué Dios trató con David de la manera en que lo hizo. El Señor escogió personalmente a este joven pastor de ovejas, de entre todos los jóvenes de Israel, para que reemplazara a Saúl como rey. Ni siquiera Isaí, el padre de David, podía creer que en vez de Dios haber elegido a alguno de sus otros siete hijos, hubiese escogido al más joven de todos.

 

Sin embargo, David fue nombrado como el futuro patriarca de Israel. Qué feliz comienzo para un joven pastor de ovejas. Pero demos otra mirada a esta historia. Luego, Dios permitió que Saúl persiguiera a David hasta hacerle ir al desierto, donde pasó catorce años huyendo para proteger su vida. Desde el punto de vista humano, ese tiempo en el que David anduvo como un fugitivo fue un enorme desperdicio de los años de su juventud. Hubiera podido prepararse para ocupar ese puesto de líder nacional, o haber participado en una infinidad de actividades que valieran la pena. Al parecer, casi cualquier otra cosa hubiera sido más provechosa que estar sentado junto a una hoguera relatando historias de la guerra, y preguntándose dónde aparecerían inesperadamente Saúl y sus alegres soldados.

 

David debe de haberse sentido desesperado al pensar que nunca podría regresar a su hogar. Pero el Señor lo tenía precisamente donde quería que él estuviera. Es evidente que en el plan de Dios no existe la “tiranía de lo urgente”. El actúa de acuerdo con el orden de su propio horario. Incluso Jesús, quien vivió treinta y tres años en esta tierra, ¡sólo pasó tres años ministrando activamente! Piense en cuántas personas más podría haber sanado, y cuántas más verdades divinas habría podido impartir, en una o dos décadas más.

 

Preste atención al talento humano que durante siglos ha sido “desperdiciado” por causa de muertes prematuras o enfermedades. Por ejemplo, es posible que Wolfgang Mozart haya tenido la mente musical más formidable en la historia del mundo. Compuso su primera sinfonía a la edad de cinco años, y produjo una amplia cantidad de obras extraordinarias. Pero murió a la edad de treinta y cinco años, completamente arruinado, sin haber podido atraer ningún interés hacia sus composiciones. Su posesión más valiosa, cuando llegó el momento de su muerte, era un violín que tenía un valor aproximado de dos dólares.

 

Fue enterrado en una tumba para indigentes, la cual ni siquiera fue marcada con su nombre, y nadie asistió a su funeral. ¿Quién dijo que la vida es justa? Aunque no estoy consciente de ninguna evidencia de que Mozart fue creyente, aun así me resulta interesante observar el papel que el Señor desempeñó en su prematuro fallecimiento. Imagínese por un momento toda la música que Mozart habría podido componer si se le hubiera permitido vivir otros veinte o treinta años. ¿No disfrutaría usted al escuchar lo “mejor de las sinfonías que nunca fueron compuestas”, y que podrían haber sido creadas por este genio en proceso de maduración? ¿Qué acerca de Ludwig van Beethoven, quien comenzó a perder el oído antes de tener treinta años de edad? Tome en cuenta a los grandes líderes cristianos, que fueron quitados de este mundo antes que hicieran uso de todo su potencial, tales como Oswald Chambers, quien murió a los cuarenta y tres años; Dietrich Bonhoeffer, que fue ahorcado por los nazis a la edad de treinta  y nueve; Peter Marshall, quien murió a los cuarenta y siete años; etcétera. ¿Cuál fue el propósito de Dios al dotar de habilidades extraordinarias a hombres y mujeres cuyas vidas serían abreviadas por la muerte? No lo sé.

 

El otro aspecto de esta pregunta tiene que ver con las personas a las que se les permitió tener una larga vida a pesar de su rebeldía hacia Dios. Por ejemplo, en el capítulo 21 del libro Segundo de Reyes, leemos acerca de un hombre así. Su nombre fue Manasés, hijo del rey Ezequías, quien tal vez fue el déspota más malvado que gobernó en Jerusalén. Manasés subió al poder cuando tenía doce años de edad, “e hizo lo malo ante los ojos de Jehová” (v. 2) todos los días de su vida. Levantó altares al dios falso Baal, y llegó hasta a colocar ídolos de madera en el templo del Señor. Hizo quemar a sus hijos, practicó la brujería, consultó a los espíritus y a los médiums, “multiplicando así el hacer lo malo ante los ojos de Jehová, para provocarlo a ira” (v. 6). “Manasés los indujo a que hiciesen más mal que las naciones que Jehová destruyó delante de los hijos de Israel”.

 

Finalmente, leemos: “Fuera de esto, derramó Manasés mucha sangre inocente en gran manera, hasta llenar a Jerusalén de extremo a extremo; además de sus pecados con que hizo pecar a Judá, para que hiciese lo malo ante los ojos de Jehová” (v. 16). Debido a esta gran maldad, el juicio de Dios fue descargado sobre las futuras generaciones, pero no sobre Manasés, quien reinó cincuenta y cinco años (v. 1), “y durmió con sus padres, y fue sepultado en el huerto de su casa, en el huerto de Uza” (v. 18). Ahí termina la historia.

 

No tengo ninguna duda de que en el día del juicio, Manasés recibirá el terrible castigo de Dios, pero parece extraño que durante cincuenta y cinco años se le permitiera asesinar a personas inocentes, sacrificar a sus propios hijos y blasfemar el nombre de Dios. Por otra parte, Dios le quitó la vida instantáneamente a Uza por haber cometido un sólo delito, al sostener el arca del pacto para impedir que ésta se cayera (2 SamueI6:6-7). Y en el Nuevo Testamento tenemos el caso de Ananías y Safira, los cuales sufrieron la pena de muerte por haber  mentido acerca de sus donativos para ayudar a los creyentes. Esto parece no tener sentido. ¿Qué conclusiones podemos sacar de estas aparentes contradicciones, excepto: “Dejemos que Dios sea Dios”? El no tiene que justificarse ante el hombre. Podemos decir con confianza que aunque sus propósitos y sus planes son muy diferentes de los nuestros, él es infinitamente justo y el tiempo en que él actúa es siempre perfecto. El interviene en el momento preciso para nuestro mayor bien. Antes que escuchemos su voz, sería muy sabio de nuestra parte que no nos excitemos.

 

Por razones que no se pueden explicar, los seres humanos somos increíblemente valiosos para Dios.

Uno de los conceptos más imponentes que encontramos en la Biblia, es la revelación de que Dios nos conoce a cada uno de nosotros personalmente, y que día y noche piensa en nosotros. Sencillamente no podemos comprender todas las consecuencias de este amor del Rey de reyes y Señor de señores hacia nosotros. El es omnipotente y omnisciente, majestuoso y santo, por toda la eternidad. ¿Por qué ha querido él interesarse en nosotros, nuestras necesidades, nuestro bienestar y nuestros temores? Hemos hablado de situaciones en las que lo que Dios hace no tiene sentido. Pero su interés en nosotros, simples mortales, es lo más inexplicable de todo. También Job tuvo dificultades para comprender por qué el Creador ha querido interesarse en los seres humanos. El preguntó: “¿Qué es el hombre, para que lo engrandezcas, y para que pongas sobre él tu corazón, y lo visites todas las mañanas? (Job 7:17-18) David tenía en mente la misma pregunta cuando escribió: “¿Qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre, para que lo cuides?” (Salmo 8:4, LBLA) Y de nuevo, en el Salmo 139 dijo: “Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos.

 

Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda” (vv 1-4). ¡Qué concepto tan increíble! No sólo él se acuerda de cada uno de nosotros, sino que se describe a sí mismo a través de la Biblia como nuestro Padre. En Lucas 11:13 leemos: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” El Salmo 103:13 dice: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen”.

 

Pero por otra parte, se compara con una madre en Isaías 66:13, donde dice:”Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros…” Como tengo dos hijos, que ya son adultos, puedo identificarme con estas analogías relacionadas con el padre y la madre, que me ayudan a comprender cómo Dios siente hacia nosotros. Shirley y yo, daríamos nuestras vidas por Danae y Ryan sin pensarlo dos veces, si fuera necesario. Todos los días oramos por ellos, y nunca están muy lejos de nuestros pensamientos. ¡Y cuán vulnerables somos al dolor que ellos sienten! ¿Será posible que realmente Dios amé a su familia humana infinitamente más de lo que nosotros, “siendo malos”, podemos amar a aquellos que son parte de nuestra propia carne y sangre? Eso es precisamente lo que la Palabra de Dios nos dice.

 

Un incidente que ocurrió cuando nuestro hijo era muy pequeño, fue un ejemplo para mí del profundo amor de nuestro Padre celestial. Ryan tuvo una terrible infección del oído a los tres años de edad, que nos mantuvo despiertos, tanto a él como a nosotros, casi toda la noche. La siguiente mañana, Shirley lo abrigó bien y lo llevó al pediatra. El doctor era un hombre algo viejo, que tenía muy poca paciencia para tratar con niños intranquilos. Tampoco era muy afectuoso con los padres. Después de examinar a Ryan, el doctor le dijo a Shirley que la infección se había adherido al tímpano, y que solamente podía ser tratada arrancando la postilla con un instrumento pequeño y horroroso. Advirtió que el procedimiento causaría dolor, y le dio instrucciones a Shirley para que aguantara fuertemente a su hijo sobre la mesa. Esas noticias no sólo asustaron a Shirley, sino que Ryan entendió lo suficiente como para ponerlo en órbita. Durante ese tiempo, hacer eso no era muy difícil. Shirley hizo lo mejor que pudo. Colocó a Ryan en la mesa de exanimación y trató de aguantarlo. Pero él no estaba dispuesto a dejarse aguantar. Cuando el doctor le metió en el oído aquel instrumento, que parecía una ganzúa, se soltó y empezó a dar unos gritos que llegaban al cielo. Entonces, el pediatra se enojó con Shirley, y le dijo que si ella no podía seguir las instrucciones tendría que llamar a su esposo. Yo estaba en la vecindad y rápidamente llegué a la sala de reconocimientos. Después de escuchar lo que era necesario hacer, tragué saliva, y puse todo mi cuerpo con sus noventa kilos y su metro y cinco centímetros alrededor de su pequeño cuerpo. Ese fue uno de los peores momentos de mi carrera como padre.

 

Lo que hizo que aquel fuera un momento tan emocional, fue el espejo horizontal que estaba delante de Ryan en la parte de atrás de la mesa de exanimación. Eso le permitió a él mirarme directamente mientras gritaba pidiendo misericordia. Realmente creo que yo estaba sintiendo un dolor más grande que el que sentía mi pequeño hijo. Aquello era insoportable. Lo solté, y recibí una versión reforzada de la misma reprimenda que Shirley había recibido unos minutos antes. Sin embargo, finalmente el malhumorado pediatra y yo terminamos la tarea.

 

Más tarde, reflexioné en lo que yo sentía cuando Ryan estaba sufriendo tanto. Lo que más me había dolido era ver la expresión en su rostro. Aunque estaba gritando, y no podía hablar, me estaba “hablando” con sus grandes ojos azules. Me decía: “Papi, ¿por qué me estás haciendo esto? Yo creía que me amabas. ¡Nunca pensé que me harías algo como esto! ¿Cómo has podido…? ¡Por favor, por favor, deja de hacerme daño!” No podía explicarle a Ryan que su sufrimiento era necesario para su propio bien, que yo estaba tratando de ayudarle, que era mi amor hacia él lo que me obligaba a aguantarle sobre aquella mesa. ¿Cómo podía hablarle yo de mi compasión en aquel momento? Con gusto habría tomado su lugar, si hubiera podido. Pero en su mente inmadura, yo era un traidor que cruelmente lo había abandonado. Entonces me di cuenta de que debe haber momentos cuando también Dios siente nuestro intenso dolor, y sufre junto con nosotros. ¿No será ésa una de las características de un Padre cuyo amor es infinito? Cómo debe sufrir él cuando en nuestra confusión decimos: “¿Cómo pudiste hacer esta cosa tan terrible, Señor? ¿Por qué tenías que hacérmelo a mí? ¡Yo creía que podía confiar en ti! ¡Pensaba que tú eras mi amigo!” ¿Cómo puede explicamos él, teniendo en cuenta nuestras limitaciones humanas, que nuestro sufrimiento es necesario, que tiene un propósito, que hay respuestas a las tragedias de la vida? Me pregunto si él espera anhelosamente el día cuando podrá hacernos entender lo que ocurría cuando estábamos en nuestros momentos de prueba. Me pregunto si Dios medita en nuestras aflicciones.

 

Algunos lectores, tal vez duden que un Dios omnipotente, que no tiene debilidades ni necesidades, sea vulnerable a esta clase de sufrimiento vicario. Nadie puede estar seguro de ello. Pero nosotros sabernos que Jesús experimentó toda una serie de emociones humanas, y en una ocasión él le dijo a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (luan 14:9). Recuerde que Jesús “se estremeció en espíritu y se conmovió” cuando María estaba llorando por la muerte de su hermano Lázaro. También el lloró por la ciudad de Jerusalén, mientras la miraba y hablaba de los sufrimientos que habría de experimentar el pueblo judío. Igualmente, se nos dice que ahora el Espíritu “intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Por lo tanto, es lógico suponer que Dios, el Padre, está apasionadamente interesado en su “familia” humana, y siente nuestro dolor en esos momentos indecibles cuando “un mar de aflicción cubre nuestra senda”. Yo creo que él lo siente.

 

Sus brazos son muy cortos para luchar con Dios. ¡No trate de hacerlo!

Hace algunos años, había una obra teatral en Broadway, titulada: “Sus brazos son muy cortos para luchar con Dios”. Yo nunca la vi, pero estoy de acuerdo con la premisa que está detrás del título. Nuestras capacidades intelectuales son muy deficientes para que vayamos a poder discutir con nuestro Creador. Los adeptos de la Nueva Era no están de acuerdo con esto. Dicen que cada uno de nosotros podemos convertimos en dioses, sin tener que depender en nadie, con sólo concentrarse en un cristal y sentarse con las piernas cruzadas hasta que los dedos de los pies se nos queden dormidos. ¡Qué presumidos! En un formidable sermón predicado por el autor Frank Peretti, ridiculizó los consejos absurdos de los adeptos de la Nueva Era en su viaje hacia la omnipotencia. Frank nos pidió que nos imagináramos a Shirley MacLain (quien en años recientes se ha convertido en la suma sacerdotisa de los raros), en una isla solitaria. Presten atención y la escucharán hablándole a la tierra, o a la luna, o a alguien. Hace círculos en la arena con el dedo gordo del pie y con voz chillona dice: “¡Yo… soy dios! ¡Yo… soy dios!” “Seguro que lo eres, y yo soy Julio César”.

No, difícilmente podemos reunir los requisitos para ser dioses, ni siquiera dioses insignificantes. A pesar de nuestros intensos esfuerzos por comprendernos a nosotros  mismos, hemos aprendido muy poco acerca de cómo vivir juntos armoniosamente o qué es lo que nos mueve a comportarnos como 10 hacernos. Los psicólogos y siquiatras seculares más capacitados y respetados, aún creen que el ser humano es básicamente bueno, que solamente aprende a hacer lo malo debido a la influencia de la sociedad. Si eso fuera cierto, por seguro existiría por lo menos una sociedad en alguna parte del mundo donde el egoísmo, la falta de honradez y la violencia no habrían aparecido. En cambio, la historia de la humanidad, a través de los siglos hasta el día de hoy, está llena de guerras, asesinatos, codicia y explotación.

 

“Paz” es el nombre que le damos a ese breve momento entre las guerras, cuando la gente se detiene para volver a cargar las armas. Platón dijo: “Sólo los muertos han visto el fin de la guerra”. A través de 2.500 años se ha comprobado que él tenía razón. Usted debería observar detenidamente a sus hijos. ¿Cómo podría alguien, que ha criado a sus hijos desde que eran muy pequeños, no darse cuenta de que no necesitamos cultivar la rebelión, el egoísmo y la agresión?. Se manifiestan en los niños de una manera muy natural. Así que, la característica más básica de la naturaleza humana, ha sido pasada por alto por aquellos que han sido específicamente entrenados para observarla.

 

Un error parecido a éste invade la mayor parte de lo que pensamos y creemos. Muchos libros científicos de hace unos setenta y cinco años, parecen libros de chistes. Durante ese tiempo, aún los médicos desangraban a sus pacientes para “drenar los venenos”. Incluso cuando yo estaba en la escuela para graduados, se nos enseñó que los seres humanos teníamos cuarenta y ocho cromosomas (el total es cuarenta y seis) y que el síndrome de Down [mongolismo] era causado por influencias congénitas (es causado por una de varias anormalidades genéticas). Por supuesto, hemos aprendido mucho como resultado de la explosión de investigaciones científicas. No estoy despreciando ese esfuerzo. Lo que quiero decir es que la mayoría de lo que se creía hace muchos años, estaba evidentemente equivocado. ¿Podrá ser que hoy vivimos en el primer período de la historia humana cuando casi todas las conclusiones a las que hemos llegado son correctas? ¡De eso nada!

 

Quiero recalcar algo que expresé anteriormente: Si la inteligencia y la percepción del ser humano son poco confiables en cuanto a valorar las realidades cotidianas,  es decir, las cosas que podemos ver, tocar, oír, saborear y oler, ¿cuánto menos podemos confiar en ellas para evaluar al Dios del universo que es inescrutable? Nuestros esfuerzos para analizarle y comprenderle son tan poco confiables como nuestra capacidad para entender el mundo físico.

 

Sólo podemos escudriñar la mente de nuestro Creador hasta cierto punto antes que se acabe nuestra habilidad para comprender más. Sin embargo, la arrogancia de los seres humanos al a veces pasar por alto o poner en duda la sabiduría del Omnipotente es increíble. Se cuenta una historia acerca del general británico Bernard (Monty) Montgomery, de quien todos sabían que tenía mucho ego. Un día, estaba dando un discurso, en el cual se refirió a una conversación entre Moisés y Dios. Montgomery dijo: “Como Dios le indicó a Moisés, y yo creo que con toda razón…” Estoy seguro de que el Señor se sintió muy tranquilizado al oír que Monty había aprobado su consejo a Moisés. Otros ejemplos de la arrogancia del ser humano, no son tan divertidos, tal como el concepto de que simplemente la creación evolucionó con el transcurso del tiempo, sin un diseño y sin un Diseñador.

 

El Señor debe de maravillarse ante la estupidez de esa idea. También me he preguntado cómo se siente él acerca de que la Corte Suprema de los Estados Unidos le haya declarado inconstitucional, y haya decretado que sus mandamientos son impropios para ser puestos en el tablón de anuncios en las escuelas públicas.

 

Job trató de interrogar a Dios, y como respuesta le fue dada una enfática lección de historia. Preste atención, especialmente a la primera oración que salió de la boca del Señor. (Job 38:2-7) ¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría? Ahora ciñe como varón tus lomos; yo te preguntaré, y tú me contestarás. ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si 10sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios? Dios continuó ese discurso hasta que Job comenzó a pensar de una manera correcta, y entonces el Señor agregó las siguientes palabras: “¿Es sabiduría contender con el Omnipotente? El que disputa con Dios, responda a esto” (Job 40:2). Job comprendió lo que Dios le había dicho, y respondió: “He aquí yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca. Una vez hablé, más no responderé; aun dos veces, mas no volveré a hablar” (Job 40:4-5). Algunas veces en mi vida he cometido el mismo error que cometió Job, exigiendo respuestas de Dios. Una de esas ocasiones aún me hace sentir avergonzado hoy. Es demasiado personal para relatarla detalladamente, sólo diré que fue algo que yo deseaba que el Señor hiciera por mí, y que yo creía que me hacía mucha falta. Parecía que lo que yo quería estaba de acuerdo con su Palabra, así que me propuse asegurarme de que mi oración fuera contestada. Oré todos los días por semanas, suplicándole a Dios que me concediera mi petición, que parecía ser tan insignificante. Verdaderamente, durante ese período de oración me mantuve sobre mi rostro delante de él. Sin embargo, me dijo muy claramente: “¡No!”, sin darme ninguna explicación y sin disculparse. Sencillamente, me cerró la puerta. Al principio, me sentí herido, y luego me enojé. Yo sabía más que eso, pero me sentí tentado a decir con sarcasmo: “¿Habría sido mucho problema para ti que hubieras tomado unos momentos de tu día tan ocupado, para oír el clamor de tu siervo?” No dije estas palabras, pero no pude evitar sentirme como me sentía. Me sentía abandonado. Bueno, pasaron dos años y mis circunstancias cambiaron radicalmente. El asunto por el que había orado, empezó a verse muy diferente. Finalmente, me di cuenta de que habría sido una verdadera desgracia si el Señor me hubiera concedido esa petición. El me amó lo suficiente como para no darme lo que le había pedido, aun cuando había estado exigiéndole que hiciera las cosas como yo quería. Otros han vivido para luego arrepentirse de lo que le habían pedido-a Dios. Conocí a una jovencita que se enamoró locamente de un Romeo adolescente, y le rogó a Dios que moviera su corazón en la dirección de ella. Su petición fue negada terminantemente. Treinta y cinco años después, se volvieron a encontrar, y ella se quedó totalmente sorprendida al ver que el maravilloso hombre varonil, que ella recordaba, se había convertido en un individuo de mediana edad, inmotivado, barrigón e insoportable. Al verlo, se acordó de la oración que había hecho cuando era una jovencita, y dijo en voz muy baja: “¡Gracias, Señor!” Lo cierto es que la mayoría de nuestras frustraciones espirituales no terminan con nuestras mentes habiendo sido iluminadas, y diciendo: “¡Oh, ahora me doy cuenta de lo que estabas haciendo, Señor!” Sencillamente, tenemos que archivarlas bajo la clasificación: “Cosas que no entiendo”, y dejarlas archivadas. En esa clase de situación, debemos estar agradecidos porque él hace lo que es mejor para nosotros, contradiga o no contradiga nuestros deseos. Incluso un padre razonablemente bueno, algunas veces dice “no” a las exigencias de su hijo. Lo que he tratado de decir, aunque de una manera un poco confusa, es que nuestra opinión de Dios es muy pequeña, que nosotros los mortales no podemos ni siquiera imaginarnos la grandeza de su poder y su sabiduría. El no es simplemente “el hombre que está allá arriba” o “el gran conductor del cielo”, o alguna clase de mago que hará a nuestro favor lo que nosotros queremos, si decimos las palabras apropiadas. No nos atrevamos a empequeñecer a aquel de quien se dijo: “Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos. Ahora pues, Dios nuestro, nosotros alabamos y loamos tu glorioso nombre” (1 Crónicas 29:10-13).

 

Si de veras comprendiéramos la majestad del Señor y la profundidad de su amor hacia nosotros, indudablemente aceptaríamos esas ocasiones cuando él desafía la lógica y las sensibilidades humanas. En realidad, eso es lo que nosotros debemos hacer. Cuente con que a lo largo del camino tendrá experiencias que le dejarán  perplejo. Deles la bienvenida como a sus amigas, como oportunidades para que su fe crezca. Manténgase firme en su fe, recuerde que sin fe no podemos agradar a Dios. No sucumba ante la “barrera de la traición”, que es la herramienta más eficaz de las que Satanás utiliza contra nosotros. En cambio, guarde sus preguntas para el momento cuando podrá tener una larga conversación con el Señor en el otro lado, y después prosiga hacia la meta. Cualquier otro modo de actuar sería imprudente, porque nuestros brazos son muy cortos para luchar con Dios.

 

Dr. James Dobson
  1. hermoso mensage actual mente estoy pasando una situacion deses perante pero jamas llege a imaginar que cuando nosotros creemos que dios no esta con nosotros es cuando mas serca de nosotros esta y eto me da aliento

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