Jan 14, 2013

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(Cap. 21) Al enfrentar las pruebas

Al enfrentar las pruebas

Me sonrió con amabilidad desde su gran escritorio lustrado. Yo estaba impresionado. Este hombre lideraba uno de los ministerios más grandes de los Estados Unidos, uno que yo admiré por años. Era un gran predicador, autor y líder. Tenía muchos seguidores, tanto dentro la iglesia como en el ambiente secular.

Me había mandado un pasaje en avión e invitado a viajar de una punta a otra del país para aconsejarle sobre cómo expandir su obra en la India. Me sentí alagado. Su interés por EPA y por el movimiento misionero nativo me agradaba mucho más de lo que estaba dispuesto a dejar que él creyera. Desde el momento en que me llamó por primera vez, sentí que este hombre podría ser un amigo valioso en muchos sentidos. Quizás abriría puertas y nos ayudaría a proveer patrocinio para algunos de los cientos de misioneros nativos que esperaban nuestro apoyo.

Pero yo no estaba listo para el ofrecimiento generoso que hizo, uno que resultó ser la primera de muchas pruebas para mí y para nuestra misión.

“Hermano K.P.”, dijo despacio, “¿consideraría dejar lo que está haciendo aquí en los Estados Unidos y volver a la India como nuestro representante especial? Creemos que Dios lo está llamando a trabajar con nosotros, a llevar de vuelta el mensaje de nuestra iglesia a la gente de la India. Para que lo haga, lo res­paldaremos con el cien por ciento”.

“Tendrá todo lo que necesite”, continuó sin parar ni para respirar. “Le daremos publicaciones, camionetas y literatura. Es­tamos preparados para proveerle todos los fondos, que muchas veces son iguales a lo que usted mismo recauda”.

Era un ofrecimiento muy emocionante. Después hasta sonó más agradable. “Puede dejar de viajar y de recaudar fondos. No necesitarás una oficina ni personal en los Estados Unidos. Haremos todo eso por ti. ¿Quieres estar en Asia, no? Allí es donde está el trabajo, así que te permitiremos regresar y dirigir la obra allí”.

Debilitado por la idea de tener tantas de mis oraciones contestadas de una sola vez, dejé que mi mente jugara con esas posibilidades. Pensé que ésta podría ser la mayor respuesta a las oraciones que jamás habíamos tenido. Mientras hablábamos, inconscientemente mis ojos deambularon por el escritorio hasta un álbum con sus enseñanzas más exitosas. Estaban bien hechas, era una serie acerca de cuestiones controversiales que estaban azotando a los Estados Unidos en ese tiempo. Sin embargo, eran irrelevantes para nuestras necesidades y nuestros problemas en Asia.

Al ver que yo estaba interesado en los casetes del álbum, de repente empezó a hablar con confianza en sí mismo. “Comen­zaremos con estas cintas”, dijo mientras me las pasaba. “Te daré el apoyo que necesitas para producirlas en la India. Hasta las podemos traducir a los idiomas principales. Produciremos mi­llones de copias y haremos llegar este mensaje a las manos de cada creyente indio”.

Yo había escuchado a otros hombres con la misma idea loca. Esas cintas serían inútiles en la India. Millones se estaban yendo al infierno allí. No necesitaban para nada el mensaje de este hombre. Aunque yo pensaba que su idea era demente, traté de ser cortés.

“Bueno”, refuté casi sin convicción, “aquí puede haber algún material que se podría adaptar para la India e imprimir como un cuadernillo”.

De repente se quedó helado. Sentí que había dicho algo malo.

“Ah, no”, dijo con aire de determinación tenaz, “no puedo cambiar ni una palabra. Ese es el mensaje que Dios me dio. Es parte de lo que somos. Si no es un problema en la India ahora, pronto lo será. Lo necesitamos para ayudarnos a llevar la palabra por toda Asia”.

En un instante este simple buen hombre de Dios había mostrado su verdadera cara. Su corazón no ardía para nada de pasión por los perdidos, ni por las iglesias de Asia. Tenía un interés personal, y pensó que tenía el dinero para contratarme y machacar esta enseñanza por él más allá de las fronteras. Era la misma vieja historia: un caso de neocolonialismo religioso.

Aquí estaba, nuevamente cara a cara con el orgullo y la carne en todo su esplendor. Me gustaba y admiraba a este hombre y su ministerio, pero tenía un solo problema. Creía, como muchos otros que conocí antes que a él, que si Dios estaba haciendo algo en el mundo, lo haría a través de él.

Tan pronto como pude, me disculpé correctamente y nunca más lo volví a llamar. Estaba viviendo en el mundo del pasado, en la época de las misiones coloniales cuando las denominaciones occidentales podían exportar y vender sus doctrinas y programas a las iglesias emergentes de Asia.

El cuerpo de Cristo tiene una gran deuda con los maravillo­sos misioneros que fueron en los siglos XIX y XX. Nos trajeron el evangelio y plantaron iglesias. Pero ahora la iglesia necesita liberarse de la denominación occidental.

Mi mensaje para el occidente es simple: Dios está llamando a todos los cristianos a reconocer que Él está edificando Su iglesia en Asia. Los misioneros nativos que Dios está levantando para extender su iglesia, necesitan de su apoyo, pero no para imponer su propio control y enseñanza en las iglesias orientales.

EPA ha enfrentado otras pruebas. Quizás la más grande vino de otro grupo que también quedará en el anonimato. En esta oportunidad se trata de la donación más grande que nos hayan ofrecido.

Nuestra amistad y el amor por los miembros de este grupo había crecido en los años anteriores. Hemos visto que Dios puso una carga en su corazón por ver el evangelio del Señor Jesús predicado como demostración del poder de Dios en todo el mundo. Dios les había dado el deseo de involucrarse en la pre­paración de pastores y evangelistas nativos, y habían ayudado financieramente a EPA con proyectos en los últimos años.

Una vez, aparentemente de casualidad, me topé con una delegación de cuatro de los hermanos estadounidenses en la India. Habían conocido a algunos de nuestros misioneros na­tivos, y noté que la vida de los evangelistas indios los habían desafiado y tocado profundamente. Cuando regresé a mi hogar, me esperaban cartas de agradecimiento, y algunas de esas cartas ofrecían patrocinar a un misionero nativo. Este gesto me sor­prendió porque estos mismos hombres también votaban para darnos subvención financiera para otros proyectos. Esto me con­venció de que ellos realmente creían en el trabajo de los herma­nos nativos, lo suficiente como para involucrarse personalmente más allá de sus deberes oficiales como miembro del consejo de administración

Imagínese cómo grité y salté por la oficina cuando a las dos semanas recibí otra llamada del presidente de esta junta. ¡Me dijo que habían decidido darnos una enorme suma de su pre­supuesto misionero! Apenas podía imaginarme una ofrenda de ese tamaño. Cuando colgué el teléfono, el personal de nuestra oficina pensó que yo había enloquecido. Necesitábamos ese dinero desesperadamente. De hecho, en mi cabeza ya lo había gastado. La primera parte iría, pensé, para empezar un nuevo instituto misionero intensivo para nuevos misioneros.

Quizás por eso lo que sucedió después fue un golpe duro. Los miembros de su junta discutieron el proyecto entre ellos, y sur­gieron preguntas sobre la rendición de cuentas y el control. Me llamaron diciendo que la única manera de que la junta estuviese de acuerdo en apoyar el proyecto sería que un representante de su organización esté en la junta directiva del instituto en la In­dia. Después de todo, dijeron, no se podía liberar esa gran suma de dinero “sin condiciones”.

Respire profundo pidiéndole al Señor que me ayudara, y traté de explicarles la política de EPA.

“Nuestros líderes, más allá de las fronteras, ayunan y oran por cada decisión”, dije. “No tenemos que estar en su juntas para cuidar nuestro dinero. De todas formas, no es nuestro dinero. Le pertenece a Dios. Él es mayor que EPA o que nuestra organi­zación. Que Dios proteja Sus propios intereses. Los hermanos nativos no necesitan que ustedes ni nosotros seamos sus líderes. Jesús es su Señor, y Él los guiará en el camino correcto para usar la subvención ofrendada”.

Hubo un gran silencio del otro.

“Lo siento, hermano K.P.”, dijo finalmente el director. “No creo que pueda comunicar esta idea a nuestros directores de la junta. Ellos quieren que se les rinda cuentas del dinero. ¿Cómo podemos tener eso sin poner a un hombre en la junta directiva? Sea razonable. Está haciendo muy difícil que lo ayudemos. Esta es una política estándar para una ofrenda de esa importancia”.

Mi cabeza se aceleró. Una vocecita me decía: “Adelante. Todo lo que quieren es un papel. No le des tanta importancia. Des­pués de todo, esta es la subvención más grande que hayas reci­bido. Nadie da tanto dinero como este sin algún control. Deja de ser un tonto”.

Pero yo sabía que no podía acceder a esa propuesta. No podía enfrentar a los hermanos asiáticos y decirles que para obtener este dinero, tenían que tener un estadounidense en todas partes que apruebe cómo lo gastarán.

“No”, dije, “no podemos aceptar su dinero si eso significa comprometer la pureza de nuestro ministerio. Tenemos muchas rendiciones de cuentas por medio de hermanos devotos de con­fianza que han sido asignados a la junta directiva nativa. En otro momento pueden ver con sus propios ojos el edificio cuando vayan a Asia. No puedo comprometer la autonomía de la obra poniendo un estadounidense en la junta directiva nativa”.

“Lo que sugiere es que usted quiere ‘sostener el arca’ como lo hizo Uza en el Antiguo Testamento. Dios lo mató porque se atrevió a controlar la obra de Dios. Cuando el Espíritu Santo se mueve y hace Su obra, nos inquietamos porque queremos con­trolarla. Es una debilidad inherente de la carne. El punto límite de su oferta es controlar la obra en Asia con condiciones ocultas adjuntadas a su ofrenda. Usted va a tener que soltar su dinero, porque no es su dinero sino el de Dios”.

Luego, con el corazón en la boca, le di un último argumento, esperando salvar la ofrenda, pero dispuesto a perderla por com­pleto si no lo podía convencer.

“Hermano”, dije con tranquilidad, “todos los meses firmo cheques por cientos de miles de dólares y los envío al campo. Muchas veces mientras sostengo esos grandes cheques en mi mano, oro: “Señor, este es Tu dinero. Yo soy solo un adminis­trador enviándolo donde Tú dijiste que debería ir. Ayuda a los líderes en los campos a usar este dinero para ganar a los millones de perdidos y glorificar el nombre de Jesús. De lo único que nos tenemos que preocupar es de hacer nuestra parte. Yo obedezco al Espíritu Santo despachando el dinero del Señor. No me pida que le solicite a los hermanos nativos que hagan algo que yo no haría”.

Hice una pausa. ¿Qué más podía decir?

“Bueno”, repitió la voz del otro lado de la línea, “realmente queremos ayudar. Haré las presentaciones, pero usted lo está haciendo muy difícil”.

“Estoy seguro”, dije con convicción, “que hay otras organiza­ciones que cumplirán con sus requisitos. El compañerismo en el evangelio es una cosa, pero el control externo es antibíblico y al final daña la obra más de lo que la ayuda”.

Lo dije con convicción, pero por dentro sabía que habíamos perdido la subvención. Lo único que había por decir era adiós.

Pasaron dos semanas sin contactarnos. Oré todos los días para que Dios ayudara a toda la junta de directores a entender. Nuestro círculo íntimo, la gente que sabía que esperábamos esa ofrenda, me seguía preguntando si no había escuchado nada. Toda la oficina estaba orando.

“Estamos caminando por lugares angostos”, le dije al perso­nal con valor, “haciendo lo que Dios nos ha dicho”. Por dentro deseaba que Dios me dejara torcer las reglas un poco esta vez.

Pero nuestra fidelidad valió la pena. Un día sonó el teléfono, era el director de nuevo. La noche anterior se había reunido la junta directiva, y él le había presentado mi posición.

“Hermano K.P.”, dijo con una sonrisa en su voz, “nos hemos reunido y hemos discutido el proyecto exhaustivamente. Com­partí la importancia de la autonomía de los hermanos naciona­les. Han votado unánimemente y decidieron apoyar el proyecto sin controles”.

No hay garantía de que siempre haya un final feliz cuando se defiende lo que es correcto. Pero no importa. Dios nos ha llama­do a estar aquí en el occidente, desafiando a la gente próspera de este mundo a que comparta con aquellos que están desespera­damente necesitados.

Dios está llamando a los cristianos de occidente a reconocer que Él está edificando Su iglesia para que se ocupe, comparta y alcance a las almas en agonía. Está usando a muchos occi­dentales, a quienes les importan las almas perdidas, para que compartan, en este nuevo movimiento, apoyando a los líderes misioneros nativos que Él ha llamado para dirigirlo.

Dios está llamando al próspero cuerpo de Cristo a dejar su or­gullo, su actitud arrogante de “nuestra forma es la única forma” para compartir con aquellos que morirán en pecado, a menos que se les envíe ayuda ahora desde las naciones más ricas. El oc­cidente debe compartir con el oriente, sabiendo que Jesús dijo: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).

¿Han cometido errores los misioneros nativos? Sí. Y no sería una administración sabia dar nuestro dinero libremente sin sa­ber sobre la veracidad y la integridad de cualquier ministerio. Pero eso no significa que no deberíamos ayudar al movimiento misionero nativo.

La iglesia del occidente está en una encrucijada. Podemos endurecer nuestro corazón a las necesidades del tercer mundo, continuando en arrogancia, orgullo y egoísmo, o nos podemos arrepentir y movernos con el Espíritu de Dios. Para donde sea que nos movamos, las leyes de Dios seguirán dando su efecto. Si cerramos nuestro corazón a los perdidos del mundo que están muriéndose y yéndose al infierno, estamos provocando al juicio de Dios y dando lugar a la mas cierta ruina de nuestra prospe­ridad. Pero si abrimos nuestro corazón y compartimos, será el comienzo de nuevas bendiciones y renovación.

Es por eso que creo que la respuesta de los creyentes occiden­tales es crucial. El clamor de mi corazón es más que una cuestión de misiones que puede omitirse como cualquier otra solicitud o una invitación a un banquete. La respuesta a las necesidades del mundo perdido está directamente vinculada con las creencias espirituales y el bienestar de cada creyente. Mientras tanto, los hermanos desconocidos de Asia siguen levantando sus manos a Dios en oración, pidiéndole que supla sus necesidades. Son hombres y mujeres del más alto calibre. No se pueden comprar.

Muchos han desarrollado tal devoción por Dios que detestan la idea de convertirse en sirvientes de hombres y establecimientos religiosos para obtener ganancia.

Son los verdaderos hermanos de Cristo de los cuales la Biblia habla, caminando de aldea en aldea enfrentando maltratos y persecuciones para traer a Cristo a los millones de perdidos que aún no han escuchado las Buenas Nuevas de Su amor.

Sin temor del hombre, están dispuestos, como su Señor, a vi­vir como Él lo hizo, durmiendo en las calles, pasando hambre y hasta muriendo para compartir su fe. Ellos van a pesar de que se les diga que los fondos de la misión se agotaron. Están decidi­dos a predicar a pesar de saber que significará sufrimiento. ¿Por qué? Porque aman las almas perdidas que mueren diariamente sin Cristo. Están demasiado ocupados haciendo la voluntad de Dios para involucrarse en políticas eclesiásticas, reuniones de junta, campañas para recaudar fondos y esfuerzos de relaciones públicas.

Compartir sus ministerios enviando ayuda financiera es el mayor privilegio de los cristianos en el occidente. Si no nos im­porta lo suficiente como para patrocinarlos, si no obedecemos al amor de Cristo y les enviamos apoyo, somos responsables por aquellos que van a las llamas eternas sin siquiera haber es­cuchado del amor de Dios. Si los evangelistas nativos no pueden ir porque nadie los manda, la vergüenza es del cuerpo de Cristo aquí porque tiene los fondos para ayudarlos. Y si esos fondos no se los dan al Señor, pronto desaparecerán. Si la iglesia occidental no es la luz del mundo, el Señor quitará el candelero.

Pretender que el pobre y el perdido no existen puede ser una alternativa. Pero apartar la vista de la verdad no eliminará la culpa. EPA existe para recordarle al cristiano próspero que allí afuera hay hambre, necesidad, un mundo perdido de gente que Jesús ama y por quienes Él murió. ¿Te unirás a nosotros para ministrarlos?

Continúa…

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  1. Impactante! que mas se puede agregar? Esto es lo que necesitamos saber para animarnos y seguir, hay siervos que aman el servicio y luchan por las almas que a diario se pierden y no como los ministerios egoistas y apostatas predican su evangelio que con llevar un pan a un hambriento y una propaganda de sus organizaciones han comprado el corazon de un fiel para aumentar sus riquezas y arrogancia, llenos de engaño y estafa, produciendo asi en muchos fieles cristianos a no dar, a no creer en las misiones a no ayudar que la obra se expanda y cruce fronteras; porque muchos amadores del dinero y el reconocimiento nos han dejado un sabor amargo cuando se trata de creer que los ministerios, los misioneros y el apoyo que las iglesias hacen por los necesitados no funciona, y aun mas uno se ha vuelto tan egoistas muchos cristianos que se limitan a dar su limosna porque las propias necesidades son mas esenciales.,no hay enseñanza al pueblo acerca del amor, a pensar en el otro…todo se ha enfocado a construir edificios pero o se piensa que por mas que se de no se podra hacer suficiente.

    Que buenos testimonios! aunque el mundo no se goza ni comparte estas maravillosas noticias que el reyno de Dios se esta expandiendo y que hay siervos fieles y entregados, aun sabemos que un numero significativo de nuevos creyentes esta naciendo cada dia! bello, bello, Cristo esta levanttando y afirmando su iglesia.
    bendiciones!!!

  2. PuertoMadero says:

    El Señor toca los corazones abre puertas…. si El las abre quien las puede cerrar?

  3. Señor gracias por todo este movimiento misionero que se mueve según tu santa voluntad, bendícelos cada día para que muchos más vengan a tus pies y puedan conocer de tu gran amor y del gran sacrificio que hiciste en la cruz para darnos la vida eterna con Dios. Oro por todos ellos y los pongo una vez más en tus preciosas manos, en tu nombre Jesús, amén.

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